Cuentan que en la antigua Hélade (Grecia para
los amigos) un grupo de discípulos departía todos los días en el Ágora con su
maestro, un anciano filósofo al que veneraban y también respetaban (eran otros
tiempos). El Maestro tan sólo manifestaba una manía u obsesión que consistía en
ubicarse en el centro geométrico del lugar que ocupasen. De este modo si
departían en una esquina, el filósofo se situaba en el centro y sus discípulos
amablemente (ya dijimos que eran otros tiempos) a ambos lados para departir
sobre lo divino y lo humano (que no es moco de pavo). Así desarrollaban sus
cuitas un día tras otro. Adoctrinados en el arte de la urbanidad y la
tolerancia (otros tiempos, vaya) a ninguno de ellos se le ocurrió nunca
preguntar o simplemente comentar acerca de la decisión un poco obsesiva-compulsiva
de su mentor. Pero como en todas las sociedades cuecen habas, es acostumbrada
la aparición de un iluminado, un cantamañanas o un simple inútil (que
posteriormente alcanzan puestos eminentes), que no alcanza a comprender la
importancia del silencio. De este modo el díscolo alumno un día osó preguntarle
al maestro acerca de su inocente obsesión. El maestro sonriendo ante la osadía
y con urbanidad exquisita (no recuerdo si he dicho que eran otros tiempos) apretó
afectuosamente el hombro del osado y le indicó con el índice.
-¿Quieres saber por que siempre me sitúo en el
centro geográfico de las cosas. Es muy simple (cacho patán, pensó) –contestó
sonriendo- Cuando estas en el centro de
algo, comprendes que todo lo demás, queda en los extremos. Por mucho que traten de engañarnos la geometría no falla.
El
alumno se retiró a meditar, babeando copiosamente, sobre la profundidad
de la frase del Maestro que sonrió mirando a su alrededor.
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