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viernes, 16 de octubre de 2020

Paisaje después de la batalla

 


                                          

 

Vivimos tiempos difíciles para la lírica. Para la lírica y para el resto de vicisitudes  humanas. Habitábamos nuestra piel, ajenos a nuestras postrimerías, agotando el instante sin pensar en un  mañana. La pandemia nos ha enseñado humildad y nos ha mostrado un espejo de vulnerabilidad al que no solíamos asomarnos, envueltos en nuestro consumismo cotidiano y en ese hedonismo que se ha convertido en la marca de la casa.

Sentirnos tránsito,  reconocernos como efímeros, es un balcón al que no acostumbramos a asomarnos. Una habitación con vistas a todo lo que no nos agrada percibir. Un paisaje que tratamos de ignorar aunque centellee delante de nuestros ojos. Pero además, esta situación terrible ha sacado a la luz el peor perfil del ser humano. La falta de empatía de algunos ciudadanos, que ignoran todas las normas que pueden perjudicar a otros mientras creen que no les daña a ellos. La volubilidad del ser humano, que un día aplaude y al otro quema en la hoguera a los aplaudidos. Si por algo se caracteriza este aciago periodo, es por el egoísmo visceral que manifiesta una sociedad incapaz de detener el avance de un patógeno cuando se le ha informado de modos, medios y maneras por activa y pasiva. No hemos dado la talla y las consecuencias se están pagando y se van a seguir pagando por mucho tiempo. Hasta que niveles va a afectar esta situación a escenarios como la futura economía, el nivel académico de los futuros profesionales, la supervivencia de los más débiles. Es algo que iremos descubriendo con el tiempo. Ninguna especie es tan mentecata como para arrojarse a las brasas voluntariamente. Nosotros estamos arrasando nuestro futuro a cambio de un instante de diversión o por no adaptarnos a unas normas pasajeras que a todos molestan, pero es lo que hay.

Por otra parte, la terrible tragedia de una sociedad que ha mandado un tenebroso mensaje: Es mejor no llegar a viejos en este mundo que estamos creando. El abandono a que han sido sometidos nuestros mayores, el dolor y el sufrimiento causado, la indiferencia nos definen como especie. Quienes nos desgobiernan no han estado a la altura, enzarzados en sus miserias cotidianas, envenenados de ideologías y fanatismos, nos han llevado al borde del abismo. Donde esperábamos cooperación y responsabilidad, nos ofrecieron circo mediático y vergüenza ajena. Donde aguardábamos apoyo y cercanía, nos regalaron el detritus de las ideologías y la basurilla de las banderías enfrentadas, convirtiendo el centro neurálgico de la nación en el circo de los horrores y la parada de los monstruos. El paisaje que se nos plantea es desolador. Somos una sociedad carente de empatía, incapaz de ponerse en lugar de los demás y que prima lo lúdico y el placer de los sentidos sobre la salud ajena. Somos una especie errónea cuyo único mérito ha sido el bipedismo y los dedos prensiles, pero deja mucho que desear en cuanto a capacidad de compasión y solidaridad. Estamos regidos por una caterva de políticos incapaces, buenos para nada, que hacen del analfabetismo bandera y de  la villanía un modo de vida. Llegados a este punto, el futuro no se presenta nada halagüeño. Aún estamos a tiempo de recoger velas, de dirigir la nave entre todos hacia un buen puerto. El tiempo será nuestro juez y nuestro testigo.

 

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