Cuando conocía A Juan María
Robles Febré aún me encontraba en esa edad frutal en la que el mundo es una
promesa constante y llena de aventuras. Para nosotros, alumnos imberbes del
Colegio Merino, aquel señor vestido de clériman gris nos pareció bastante serio
y lejano. La asignatura era Literatura y cuando pensábamos que iba a comenzar a
leernos algún retazo de Pío Baroja o a explicar la literatura Medieval, extrajo
de su cartera un libro desconocido, pero que; en mi caso; supuso un
acercamiento a algo hasta entonces nunca disfrutado: la poesía latente y
directa. Porque los versos de aquel “Poema
de las Dos Orillas” que Juan María nos recitaba, ya contenían todo el fuego
místico, toda la pasión por el hombre y lo divino que desarrollaría en su obra
posterior. Después estuve a su lado, como tantos otros, en los grupos católicos
que organizó para jóvenes. Las circunstancias pusieron una larga temporada por
medio y cuando volví a encontrar a Juan María, andaba metido en sus aventuras
de “Cuadernos Poéticos”. Con increíble memoria me recordó las notas que me
otorgaba en los trabajos literarios (todavía guardo algunas redacciones y
poemas como prueba), donde siempre sacaba un diez, sin falsa modestia.
En
alguna ocasión, incluso llegó a dudar de su autoría, hasta que mi don de gentes
y bonhomía (je,je), le convencieron de que todo aquello había surgido de mi
cacumen. Con gracia choquera me ofreció formar parte de la colección Kilys. Fue entonces cuando descubría la
labor incansable que llevaba a cabo para sacar adelante un género ciertamente
esquinado para las editoriales. El trabajo y el fervor que ponía para sacar
adelante la obra de otros, era tan intenso como el fuego místico de sus versos.
La humana búsqueda de patrocinadores, la búsqueda de imprentas, la esgrima
verbal con los aspirantes a ser publicados, no estaba reñida con su labor literaria
dedicada a más altos menesteres. La obra poética de Juan María Robles ha sido
analizada, seleccionada y estudiada. Poco puedo aportar, salvo este recuerdo de
un poeta que consiguió crear un círculo literario estable y sirvió de
plataforma a tantos, que ahora están donde están, gracias al empuje de este
incansable onubense, pacense de adopción. Los que compartimos con él no solo su
pasión literaria sino su vocación vital en el asilo de ancianos y los diversos
grupos juveniles que coordinó, conocimos otra faceta mucho menos literaria,
mucho más humana e intensa. Alguna institución debería rescatar y recopilar la
obra de este clásico moderno que no está sujeta a modas ni veleidades
terrenales. Su vida y su obra se funden de tal manera que son una. La
literatura extremeña tiene mucho que agradecer a la iniciativa y la pasión de
un hombre que vivió entre “las dos orillas”.