Una pegatina para las carteras
ministeriales con el texto “I Love, artículo 155” sería un adorno consecuente
para Puigdemont (antaño Carlos) y sus mariachis esperpénticos. Y es que nada
moviliza tanto las ideologías, remueve las conciencias (individuales y
colectivas) e invita a la reflexión como la perdida de la poltrona. Mano de
santo, oigan. La desnuda posibilidad de dejar por el camino las prebendas, canonjías
y gangas que conlleva el servicio público, según el pensamiento de estos
zascandiles. Una simple mentada de bicha y los revolucionarios de salón, los
Robespierres de diseño, humillan la testuz ante el becerro de oro. Corren a
salvar las naves en lugar de hundirse con ellas como buenos capitanes. Como
aquellos otros mostrencos que juraban “por imperativo legal”, pero se embolsan (sin
ningún tipo de imperativo) un salario que ya lo quisiera un padre de familia
que no llega a fin de mes, trabajando como un bellaco de sol a sol. En el
asunto de la picaresca somos insuperables como raza, pero donde antes había
malandrines con cierto sentido del
honor, Rinconetes y Cortadillos con su particular interpretación de la ética,
ahora solo quedan truhanes sin honra, gualtrapas y desaliñados morales. Ni
siquiera el exilio es ya lo que era. Antaño eran intelectuales, artistas,
pensadores los que buscaban el abrigo de naciones que les acogieran. Hogaño
exportamos espantapájaros, productos sin control de calidad que proyectan la
imagen de un país en el medioevo intelectual o con exceso de plantaciones de cáñamo.
Los ilustres exiliados viven en los mundos de Yupi. Continúan dirigiéndose a cámara
sin entender que han sido cesados, dan instrucciones, amenazan, como líderes de
un patético ejército (cautivo y desarmado) cuyos mandos dan ordenes sobre un tablero
imaginario. Gran parte de la culpa la tiene el ejecutivo. Cualquier ciudadano
sancionado, imputado y retirado de su puesto, se encontraría sin empleo y sueldo
de forma inmisericorde. Pero entre iguales no se lanzan piedras. El cesado Puigdemont
vive sus vacaciones, pagadas por nuestros impuestos. Pasea sus gafas de Pitagorín
y su flequillo de seminarista renegado a costa de los ciudadanos de su país (a
día de hoy, España). Mientras, Arrimadas desenmascaraba en “Sálvados” y ponía contra
las cuerdas, una y otra vez, la inconsistencia del discurso nacionalista de
Rovira, el sectarismo, el adoctrinamiento y la ignorancia supina a que conducen
los totalitarismos. La representante de la “República Independiente de su casa”,
se remitía una y otra vez al victimismo palurdo, a la conspiración judeo-masónica
(tan sólo le quedó acusar al Doctor Fu manchú o al cinematográfico Doctor NO de
todos los males), en lugar de contestar a las inquisiciones certeras que se le
planteaban. El discurso radical, la soflama con la vena del cuello a punto de
derrame, carecen de cualquier lógica y consistencia. Es difícil contestar cuando
no existen respuestas. Solo un gazpacho de banalidades, de adjetivos
rancios y calificaciones mostrencas para
los que no piensan como ellos. Este es el “corpus” ideológico que se baraja
cualquier radical. Vergüenza ajena…
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