Cuando Rob Reiner rodó La Princesa Prometida (The Princess
Bride. 1987), no era consciente de que acaba de pergeñar una de las obras de
culto del imaginario ochentero. William Goldman, el autor literario, disuelve
las fronteras entre realidad y ficción, practica la hibridación y nos acerca al
crossover mucho antes de la era digital. El film se ha convertido en un icono y
patrimonio del género de aventuras, basado en una frase de las que el
espectador no olvida: Hola, me llamo
Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Una de esas
frases que adquieren la categoría de míticas en el imaginario colectivo, e
identifican a una obra. Bajo el disfraz de una historia romántica, de la rotura
de cánones femeninos que contaminan este tipo de historias, bajo la máscara de
la ironía que manejan los diálogos, se encuentra la historia de una venganza.
Una venganza cuya única resolución lógica es un duelo.
La Princesa Prometida rompe todos los esquemas del género, ambientada en unos entrañables
efectos de cartón-piedra, con personajes de matices casi naif y concepto visual
ochentero, para abrir un nuevo sendero y sentar las bases de un novedoso tipo
de relato donde la ironía es el arma y el concepto “destroyer” de los géneros,
el soplo de aire puro. El tono metareferencial que propone el abuelo (excelente
Peter Falk) narrando a su nieto la historia que vamos a ver en pantalla,
imprime personalidad a la propuesta y es un homenaje-referente a la narrativa
oral que todos hemos recibido en la infancia.
La historia de la princesa Buttercup
es un ejercicio metalingüístico, donde el clásico relato es diseccionado por el
bisturí, despiezado y vuelto a construir con un ritmo narrativo sin tregua, con
emocionantes duelos humorísticos como el que desarrollan Westley (Cary Elwes) y
Mandy Patikin (Montoya) tan estimulante en lo dialectico como en el aspecto
táctico del combate. Curiosamente esta escena fue rodada en decorados idénticos
y simétricos. Cuando los dos contendientes se confiesan que ninguno es zurdo,
el raccord permanece sin ningún problema.
El humor usado como arma, una suerte de Monty Python para jóvenes presentando el envés del cuento de hadas clásico y la honestidad de su propuesta, la han convertido en un referente cultural ochentero que mixtura con sabiduría el drama, la comedia, la aventura y el fantástico, presentando una panoplia de personajes que podrían haber escapado de nuestro castizo Capitán Trueno. Esta inteligente parodia consigue existir en dos niveles paralelos con personajes fuera de lugar, situaciones esperpénticas que remiten a los arquetipos encarnados de las animaciones de Disney y homenajes naif al subgénero de capa y espada. De hecho, el hilo argumental que sostiene todo el pathos es el duelo final de Iñigo Montoya, verdadera catarsis para el espectador. El modo en que avanza la trama (preguntas sobre la misma, interrupciones, saltos en el tiempo) aporta eficiencia y dinamismo a un desarrollo que juega con la desmesura como estética, con personajes de un frikismo vocacional, mientras homenajea los clásicos de Douglas Fairbanks y Errol Flynn.
El equilibrio entre el plano
fantástico y la aventura tradicional y el disparate montyphitiano (o
melbrooksiano) está bien conseguido y la interrelación entre ambos es fluida. La Princesa Prometida juega con el
arquetipo del género de hadas, del fantástico y de la aventura subvirtiendo sus
valores. Reiner consigue parodiar un género al tiempo que lo celebra y
participa e él. El hilo que mueve a Montoya no es la consecución de un objetivo
noble, es la venganza. Una venganza que culminará en la mítica frase: “Hola, me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a
mi padre. Prepárate a morir”. Hoy convertida en un fragmento de la cultura
pop de los 80.