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viernes, 15 de enero de 2021

La Princesa Prometida. Rob Reiner. 1987

 

Cuando Rob Reiner rodó La Princesa Prometida (The Princess Bride. 1987), no era consciente de que acaba de pergeñar una de las obras de culto del imaginario ochentero. William Goldman, el autor literario, disuelve las fronteras entre realidad y ficción, practica la hibridación y nos acerca al crossover mucho antes de la era digital. El film se ha convertido en un icono y patrimonio del género de aventuras, basado en una frase de las que el espectador no olvida: Hola, me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Una de esas frases que adquieren la categoría de míticas en el imaginario colectivo, e identifican a una obra. Bajo el disfraz de una historia romántica, de la rotura de cánones femeninos que contaminan este tipo de historias, bajo la máscara de la ironía que manejan los diálogos, se encuentra la historia de una venganza. Una venganza cuya única resolución lógica es un duelo.

La Princesa Prometida rompe todos los esquemas del género, ambientada en unos entrañables efectos de cartón-piedra, con personajes de matices casi naif y concepto visual ochentero, para abrir un nuevo sendero y sentar las bases de un novedoso tipo de relato donde la ironía es el arma y el concepto “destroyer” de los géneros, el soplo de aire puro. El tono metareferencial que propone el abuelo (excelente Peter Falk) narrando a su nieto la historia que vamos a ver en pantalla, imprime personalidad a la propuesta y es un homenaje-referente a la narrativa oral que todos hemos recibido en la infancia.



La historia de la princesa Buttercup es un ejercicio metalingüístico, donde el clásico relato es diseccionado por el bisturí, despiezado y vuelto a construir con un ritmo narrativo sin tregua, con emocionantes duelos humorísticos como el que desarrollan Westley (Cary Elwes) y Mandy Patikin (Montoya) tan estimulante en lo dialectico como en el aspecto táctico del combate. Curiosamente esta escena fue rodada en decorados idénticos y simétricos. Cuando los dos contendientes se confiesan que ninguno es zurdo, el raccord permanece sin ningún problema.

El humor usado como arma, una suerte de Monty Python para jóvenes presentando el envés del cuento de hadas clásico y la honestidad de su propuesta, la han convertido en un referente cultural ochentero que mixtura con sabiduría el drama, la comedia, la aventura y el fantástico, presentando una panoplia de personajes que podrían haber escapado de nuestro castizo Capitán Trueno. Esta inteligente parodia consigue existir en dos niveles paralelos con personajes fuera de lugar, situaciones esperpénticas que remiten a los arquetipos encarnados  de las animaciones de Disney y homenajes naif al subgénero de capa y espada. De hecho, el hilo argumental que sostiene todo el pathos es el duelo final de Iñigo Montoya, verdadera catarsis para el espectador. El modo en que avanza la trama (preguntas sobre la misma, interrupciones, saltos en el tiempo) aporta eficiencia y dinamismo a un desarrollo  que juega con la desmesura como estética, con personajes de un frikismo vocacional, mientras homenajea los clásicos de Douglas Fairbanks y Errol Flynn. 



El equilibrio entre el plano fantástico y la aventura tradicional y el disparate montyphitiano (o melbrooksiano) está bien conseguido y la interrelación entre ambos es fluida. La Princesa Prometida juega con el arquetipo del género de hadas, del fantástico y de la aventura subvirtiendo sus valores. Reiner consigue parodiar un género al tiempo que lo celebra y participa e él. El hilo que mueve a Montoya no es la consecución de un objetivo noble, es la venganza. Una venganza que culminará en la mítica frase: “Hola, me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Hoy convertida en un fragmento de la cultura pop de los 80.

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