La polémica creada por la notable
cinta interpretada por Bruno Ganz, en el papel del megalómano dictador alemán,
invita a la reflexión sobre hechos históricos normalmente sometidos al trazo
grueso de directores y escritores que ejercitan su imaginación para presentar
un hatajo de fantoches histéricos, un puñado de sádicos; que ha creado un subgénero;
tanto en el papel como el en celuloide. Un lugar común poblado de siniestros
personajes siempre dispuestos a practicar vejaciones o a torturar a sus víctimas
por puro placer. Este mensaje truculento, mas propio de una publicación pulp,
con visión claramente comercial, donde las vesanias son ejecutadas por simiescos
individuos, no es más que una efusión arbitraria donde los sanguinarios
ejecutores están sometidos a clichés mediáticos. Ninguna de estas propuestas, más
propias de un best-seller menesteroso que de la investigación del historiador,
tienen que ver con la terrible cotidianeidad de la barbarie razonada. Con la
ideología pervertida y el adoctrinamiento desde la infancia, con la exposición
del mal con rigor gélido y no discrecional. Los histéricos cicerones del mal,
resultan pobremente perturbadores con su violencia aleatoria y efectista, frente
a la terrible realidad de la desensibilización progresiva, frente a la
manipulación que se puede aplicar a cualquier persona. La terrible realidad de
que eran ciudadanos iguales a cualquier otro, antes del infierno. Se reprocha a
la película el mostrar un Hitler que acariciaba niños o perros. Son hechos históricos.
Él, y cualquier otros de su camarilla diabólica, acariciaban niños, sentían las
mismas necesidades y afectos que cualquier otra persona. No nacieron siendo
monstruos, aunque el imaginario colectivo nos facilite no identificarnos
con estas aberraciones; históricas y humanas; presentándolos como sádicos
irredentos, individuos dominados por patologías perversas, carentes de
cualquier condición humana. Estas conjeturas literarias son inexactas y estadísticamente
imposibles. La verdad es mucho más terrible que la simplificación ofrecida para
acallar nuestras conciencias y sentirnos ajenos y lejanos al horror, a la
barbarie de nuestros semejantes. Ningún ser humano es capaz de conjeturar cual
sería su conducta, rodeado de determinados condicionamientos y estímulos
sociales o culturales. Es cierto que entre todos los implicados en aquellas
atrocidades, abundaron psicópatas y sádicos, que aprovecharon las
circunstancias, como hoy lo hacen en grupos extremistas y terroristas. Pero
quienes desataban sus depravados instintos fueron minoría en relación a los
miles de participantes pasivos en el horror. Algunos lo hicieron de forma
directa, aislándose mediante la desensibilización progresiva, alcoholismo, etc.
Este fue el caso de los Einsatzgruppen, las sanguinarias unidades que
acompañaban en retaguardia al ejército regular para "limpiar" las
zonas conquistadas. Durante las primeras masacres, sus miembros vomitaban ante
la perspectiva de fusilar civiles, mujeres y niños. Con la desensibilización lo
convirtieron en una actividad cotidiana, sostenida a base de alcohol y miedo a
las represalias propias, llegando a asesinar en un sólo día miles de personas
indefensas y desnudas. Ninguno de estos hombres había nacido para convertirse
en una bestia. Fueron el resultado de un adoctrinamiento perverso, de un caldo
social y político opresivo, cuya otra opción era la muerte o los campos de
concentración. Otros decidieron ignorar el mal y mirar hacia otro lado desde la
retaguardia. La burocratización de la muerte, precisaba de comparsas que realizaran
estos trabajos sin participar directamente, pero con pleno conocimiento, y convirtió
al ser humano en mera estadística. La mayor preocupación era cumplir los plazos
y cantidades diarias, hacer bien el trabajo e irse después a comer. Esa
realidad es mucho más terrible que la violencia aleatoria o visceral para la
satisfacción enfermiza de un desequilibrado o fanático. En el segundo de los
casos, se odia a la víctima, por eso se destruye. En el primero es mucho más
terrible. Eliminas su cualidad de humano, anestesiando cualquier sentimiento
misericordioso y tratándolos como números, carentes de características que te
identifiquen con ellos. Borramos la empatía, y conseguimos personas
amaestradas, capaces de sobrevivir en un entorno social degenerado, fanatizados
por la propaganda y el adoctrinamiento, convencidos de que frente a ellos tenían
razas inferiores y perjudiciales para sus familias y entorno. Adiestrados desde
que tenían uso de razón en la obligación de eliminar el peligro de los
infrahumanos, si albergaban cualquier duda al respecto, sus opciones eran la
horca y las represalias contra sus familiares. Jorge Luís Borges elaboró un
cuento, con su lucidez característica, titulado Réquiem Alemán. Allí nos muestra la perspectiva; racionalmente
perturbadora; del mal asumido y procesado por un oficial nazi momentos antes de
su ejecución en un magistral ejercicio literario, difícil de digerir. En los últimos
meses de la guerra, Hitler era un patético pelele, derrotado por la enfermedad,
tembloroso, adicto a la morfina, incapaz de asumir la culpabilidad que se llevó
a la tumba a tantos millones de personas. Las cotas de fanatismo alcanzadas en
esos instantes resultan demoledoras. Magda Goebbels envenenando a sus hijos
para que no vivieran en un mundo sin nacionalsocialismo. Los oficiales de las
SS, disparándose en la sien antes que rendirse, fieles a su juramento al
dictador, cuando todo ha terminado. El ser humano es básicamente moldeable,
arcilla manipulable si no se accede al conocimiento. Tan sólo la cultura y el
discernimiento, nos hacen capaces de construir criterios para enfrentarlos al
lado oscuro que subyace en nuestra naturaleza. El mensaje que obtenemos de la historia
es que nadie esta libre de la influencia del mal. Es tangencial a nuestra
respiración. Tratar de ocultarlo como algo lejano, o como una falacia histórica, es
el primer paso para la derrota. ¿Que habría sido de todos estos hombres y
mujeres de haber nacido en otro periodo de la historia? ¿Que habría sucedido
con nosotros mismos, sobreviviendo bajo el yugo stalinista? ¿Seríamos los
mismos, uniformados, con el libro de Mao en las manos? ¿Que ideas trepanarían
nuestro cerebro con una carga de explosivos para los infieles en la cintura? La
respuesta es difícil. Ser un héroe de mesa camilla, observando la historia
desde el mando a distancia, resulta acomodaticio. Pensar que esto nunca nos
hubiera pasado a nosotros. Sobre todo cuando no escuchamos las patadas de la Gestapo o de la Brigada Político-Social
llamando a nuestra puerta.
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